El señor de Bembibre by Enrique Gil y Carrasco

El señor de Bembibre by Enrique Gil y Carrasco

autor:Enrique Gil y Carrasco [Gil y Carrasco, Enrique]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1844-09-16T16:00:00+00:00


Capítulo XXIII

A los tres días de los sucesos que acabamos de referir, pareció el buen Millán por Arganza a dar cuenta a Martina del arreglo que iba poniendo en las haciendas que su amo le había legado. Venía entonces de las montañas muy satisfecho de sus tierras, y de algunas reses que había comprado, con las cuales pensaba beneficiar sus praderas y juntar un caudal que ofrecer a su futura en cambio de su blanca mano y de su cara de pascua. Algo desasosegado le traían los rumores de guerra que comenzaban a correr a propósito de los templarios, pero contaba con el favor de Dios y sobre todo se echaba la cuenta de tantos otros que, acometiendo empresas descabelladas, creen responder a todo con el refrán de que «el que no se arriesga no pasa la mar». Así pues, no es maravilla que se presentase contento y alegre en una casa de donde se había huido la poca alegría que quedaba.

—¡Ay, Millán de mi alma! —exclamó Martina, saliéndole al encuentro apresurada—, ¡y qué cosas han pasado desde que te fuiste! ¡Vamos!, aún no se me ha quitado el temblor del cuerpo, ni he dormido una hora de seguido. Y doña Beatriz, ¡la cuitada! ¡No sé qué me da en el corazón cuando pienso en ella!

—Pero, mujer, ¿qué es lo que ha sucedido? —preguntó el mozo un poco azorado.

—¡Ahí es nada! —contestó ella, no poco satisfecha, en medio de sus recuerdos de pavor, de contar un cuento tan maravilloso—; tu amo ha aparecido por aquí.

—¡Jesucristo! ¡Virgen santísima de la Encina! —exclamó el escudero santiguándose ¿ha venido a pedir algunas misas y sufragios? Pues mira, según lo bueno que era no creí yo que fuese al Purgatorio, sino al Cielo en derechura.

—¿A pedir sufragios y oraciones, eh? —contestó la aldeana—. ¡Que si quieres!, ha venido en cuerpo y alma a reclamar la mano y palabra de doña Beatriz.

—Martina —contestó el escudero, mirándola de hito en hito—, ¿qué te pasa, muchacha? ¿Te han dado algún bebedizo y estás endiablada? ¿En cuerpo y alma, dices, y lo dejé yo enterrado en Tordehumos? Por cierto, que me hubiera traído su cuerpo si no fuese por aquel testarudo de don Juan Núñez; vaya, vaya, que si me lo dijera Mendo, al instante le preguntara si venía de la bodega.

—Eso no va conmigo, señor galán —respondió la muchacha un poco amostazada—, porque no lo cato.

—No, mujer; ¿quién había de decirlo de ti? —repuso Millán cortésmente—; la lengua le cortaría yo al que lo dijese.

—Sea como quiera —contestó ella—; lo que te digo es que yo y Mendo, y mi amo, y el alhaja del conde y todos en fin, hemos visto y oído a don Álvaro junto al nogal del arroyo; por más señas, que venía con el comendador Saldaña, el alcaide de Cornatel.

—¡Virgen purísima! —exclamó Millán cruzando las manos y mirando al cielo—, ¡conque vive mi señor; el mejor de los amos, el caballero más bizarro de España! ¿Dónde está, Martina? ¿Dónde está?, ¡que aunque



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